... continúa
Poco después de las doce y media trasladaron a Karim de vuelta al cuartel central.
Alberto se asomó a los barrotes de su celda para mirarlo pasar y a escrutar su estado físico y Karim aprovechó de entregarle un poco de la comida china que su papá le había traído, la cual tuvo que dividir primero con el policía que estaba de guardia. Si bien fue muy poco lo que le llegó, Alberto, al que no le habían ofrecido un solo bocado de alimento desde el desayuno, lo agradeció ampliamente.
Karim se fue a su celda muy contento de sí mismo por las últimas horas y antes de entrar, le encomendó al guardia que repartiera entre las mujeres el pan con jamón y queso que también habían traído para él.
Minutos más tarde, el guardia hizo salir a Mara, Mercedes y Lola de su celda, para llevarlas a su escritorio a que comieran. Mara, más que interesarse en la comida, urgía a Mercedes para que continuara informándole sobre el paradero y el estado de cada uno de los otros antes que las fueran a separar.
Lola, en cambio, se entretuvo conversando con el guardia que amablemente le comentó que se notaba que ellos no eran lo que decían los medios, ya que con su experiencia, estaba acostumbrado a distinguir a las personas y le era evidente que ninguno encajaba en el cuadro que se había pintado
— Ustedes se ven diferentes— afirmó el hombre.
Cuando terminaron de comer, el guardia regresó a Mercedes y a Lola a su celda y a Mara la llevó de vuelta a la enfermería. Ella se vio obligada a entrar nuevamente en esa habitación y, aunque se sentía algo más aliviaba al saber que los otros estaban cerca, nuevamente se vio invadida por un miedo tan grande que no le permitía relajarse y la mantuvo toda la noche sobresaltada vigilando a la «gorda» para estar prevenida por si se acercaba.
Le hacía desconfiar terriblemente el hecho de que tuviera un maletín sobre la silla, junto al escritorio, más aún cuando a todos ellos los habían obligado a entregar todo, hasta los cordones de los zapatos. No podía dejar de pensar que probablemente ahí tenía su equipo de jeringuillas.
Acurrucada en posición fetal sobre el diminuto y duro escritorio, sentía un frío horrible, pero no encontró nada con qué cubrirse y no había una mejor forma de pasar la noche.
Alberto se asomó a los barrotes de su celda para mirarlo pasar y a escrutar su estado físico y Karim aprovechó de entregarle un poco de la comida china que su papá le había traído, la cual tuvo que dividir primero con el policía que estaba de guardia. Si bien fue muy poco lo que le llegó, Alberto, al que no le habían ofrecido un solo bocado de alimento desde el desayuno, lo agradeció ampliamente.
Karim se fue a su celda muy contento de sí mismo por las últimas horas y antes de entrar, le encomendó al guardia que repartiera entre las mujeres el pan con jamón y queso que también habían traído para él.
Minutos más tarde, el guardia hizo salir a Mara, Mercedes y Lola de su celda, para llevarlas a su escritorio a que comieran. Mara, más que interesarse en la comida, urgía a Mercedes para que continuara informándole sobre el paradero y el estado de cada uno de los otros antes que las fueran a separar.
Lola, en cambio, se entretuvo conversando con el guardia que amablemente le comentó que se notaba que ellos no eran lo que decían los medios, ya que con su experiencia, estaba acostumbrado a distinguir a las personas y le era evidente que ninguno encajaba en el cuadro que se había pintado
— Ustedes se ven diferentes— afirmó el hombre.
Cuando terminaron de comer, el guardia regresó a Mercedes y a Lola a su celda y a Mara la llevó de vuelta a la enfermería. Ella se vio obligada a entrar nuevamente en esa habitación y, aunque se sentía algo más aliviaba al saber que los otros estaban cerca, nuevamente se vio invadida por un miedo tan grande que no le permitía relajarse y la mantuvo toda la noche sobresaltada vigilando a la «gorda» para estar prevenida por si se acercaba.
Le hacía desconfiar terriblemente el hecho de que tuviera un maletín sobre la silla, junto al escritorio, más aún cuando a todos ellos los habían obligado a entregar todo, hasta los cordones de los zapatos. No podía dejar de pensar que probablemente ahí tenía su equipo de jeringuillas.
Acurrucada en posición fetal sobre el diminuto y duro escritorio, sentía un frío horrible, pero no encontró nada con qué cubrirse y no había una mejor forma de pasar la noche.
continuará ...