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La última celda del sector de los hombres, a donde llevaron a Ricardo y a karim, era lo que los guardias considerarían un «calabozo de lujo»: con un portón sólido igual al que bloqueaba la entrada de las celdas de las mujeres, tenía el doble de área de una celda normal, repartida en dos diminutos ambientes y un minúsculo baño.
El primer ambiente era una sala de estar con dos sofás pequeños y una mesita. El segundo, que era aún más pequeño que el primero, tenía espacio solamente para un angosto pasillo que permitía el acceso a una cama camarote con colchones delgados de espuma, sábanas viejas y una manta gastada y de último aspecto.
Finalmente, anexado al dormitorio, estaba el diminuto baño en donde el arquitecto había hecho verdaderos milagros para poner en él un wáter closet, un lavamanos y una ducha de agua fría, todo en cemento sin pulir y con una rejilla de madera en el centro de la ducha que en teoría servía para defenderse de los hongos del piso. Todo el lugar estaba cubierto por una gruesa capa de polvo.
Ahora que estaban juntos, Ricardo le explicó a Karim sobre la importancia del auto control, le dio técnicas para relajarse, para desconectarse y soportar las presiones o el dolor físico y para poder vivir sin sueño, es decir, todas las técnicas necesarias para poder sobrellevar adecuadamente lo que les estaba tocando vivir.
También aprovecharon el tiempo analizando las posibles alternativas legales y las acciones a seguir en cada una de ellas.
El paso de las horas era amenizado con la instrucción que Ricardo le continuaba dando a Karim, como si se encontraran en uno de sus habituales encuentros en la tranquila casita de Los Maquis.
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