continúa ...
Poco antes de las ocho de la mañana vinieron por Jaime y lo llevaron en un auto hasta el cuartel central de investigaciones. Cuando llegó a la oficina de recepción, Ricardo ya estaba allí esperando, aunque se notaba que hacía poco lo acababan de traer.
Jaime lo examinó en detalle con la mirada: aparentemente se veía bien, su rostro estaba sumamente rojo y parecía estar un tanto hinchado, pero fuera de esto no se veía ningún daño visible —por lo menos, aparentemente— aunque se notaba que un cansancio muy profundo lo aplastaba. Era evidente que su noche había sido sumamente intensa.
En cuanto notó su presencia, Ricardo se arriesgó a hablarle. No había perdido el control de sí mismo y su voz infundía una tranquilidad que hizo que Jaime recuperara el buen ánimo. Le preguntó cómo se encontraba y Jaime, muy tranquilo ahora, le contestó que bien y le preguntó a su vez por él y por el resto de la gente.
Mientras intercambiaban palabras de saludo y preocupación llegó Karim, el cual se veía físicamente mucho mejor que cualquiera de los dos y sin ningún rasguño y al verlos, el rostro se le iluminó y se mostró muy animado.
Ahora que tenían a los tres reunidos, les pidieron sus datos para llenar las fichas y les hicieron dejar sus documentos así como los demás objetos personales, tal como habían hecho antes con las mujeres.
Karim se percató de que el parte de ingreso y detención lo habían hecho con fecha veintisiete a horas de la madrugada, a pesar de que todos ellos habían sido detenidos el día anterior y, conocedor de la fama de la Policía de Investigaciones, supuso que esa era otra de sus sucias y usuales «técnicas» para darse más tiempo en los interrogatorios y, acostumbrados también a ello, el poder judicial no los cuestionaría a pesar de que la fecha era fácilmente verificable, al haber sido difundido el arresto en los diversos medios de prensa.
Uno de los guardias se llevó a los tres hombres hasta la reja de los calabozos donde ya los esperaban los otros dos custodios, que en forma muy minuciosa los registraron nuevamente. Luego los hicieron pasar al cuartito de depósito para que dejaran sus cinturones y los cordones de sus zapatos, medida que según les explicaron, era para evitar que se ahorcaran.
Una medida absolutamente estúpida, pensó Jaime, pues de querer ahorcarme, por último, podría sacarme la camisa y colgarme, pero en fin, los contrasentidos en este lugar, ya no podían admirarlo más.
Cuando las mujeres que se hallaban juntas en La Patilla —y que aún permanecían en silencio— se dieron cuenta que habían traído a los hombres, corrieron hacia el frente de la celda para poder verlos.
Tan sólo querían mirarlos pasar, pero en cuanto los guardias se dieron cuenta que estaban agrupadas contra la reja, uno de ellos descendió hasta la mitad de la escalera, se cuadró firmemente frente a ellas en actitud amenazadora y les gritó que se sentaran en las bancas o habrán represalias, mientras el otro guardia retenía a los hombres lejos de su visión.
Las mujeres, que en este corto tiempo ya habían aprendido el significado que la palabra «represalias» podía tener para los investigadores, temieron por los hombres y mansamente retrocedieron hasta el fondo de la celda como les ordenaban.
Recién cuando los hombres fueron puestos cada uno en un calabozo separado del nivel superior, el guardia que las vigilaba se marchó.
continuará ...
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