continúa ...
A La Patilla entró un guardia con una lista. El procedimiento era simple: dictaba el apellido paterno, luego el apellido materno y ellas debían responderle con su primer nombre. Al terminar, el guardia se marchó para hacer exactamente lo mismo en los demás calabozos.
Al poco rato vino otra vez un guardia —tal vez era el mismo de antes, tal vez era otro— y el procedimiento se repitío exactamente igual que la vez anterior.
La rutina de tomar lista continuó con intervalos de no más de media hora desde que llegaron hasta bien avanzada la tarde, a pesar de haber pasado toda la noche despiertos en los interrogatorios. Esas interrupciones constantes evidentemente eran para evitar que pudieran descansar… aunque realmente, tampoco hubieran podido relajarse y descansar con todos los sucesos ocurridos en las últimas horas que se agolpaban en sus mentes una y otra vez quitándoles el sueño.
Ricardo, intentando tomar con filosofía todo el asunto, cada vez que venían a empadronarlo, se ponía a conversar con los guardias animadamente, sin evidenciar ningún signo exterior de cansancio.
A eso de las nueve de la mañana, las mujeres de La Patilla volvieron a ser interrumpidas por dos guardias que llegaron trayéndoles el desayuno… ¡si se podía llamar así a lo que traían!
Cargaban un perol totalmente manchado de tizne, repleto con un té tibio turbio con grandes círculos de grasa; dos jarros plásticos que se veían cubiertos íntegramente de una grasa rojiza y una bolsa con unos cinco o seis panes durísimos que debían tener mucho más de una semana de antigüedad, además de una mortadela grasosa y maloliente.
Jamás antes habían visto ellas unos panes así de duros y latigudos, parecía que hubieran sido hechos meses atrás, aunque a decir verdad, no les encontraron manchas de hongos a pesar de que los revisaron muy cuidadosamente antes de atreverse siquiera a cogerlos.
Mercedes permaneció sentada, decidida a no aceptar nada que viniera de ellos… ni siquiera el agua. No podía quitarse la desconfianza de encima y prefería mantenerse alerta a pesar de que el estómago ya le reclamaba y hasta le dolía por el hambre. En otras circunstancias, ella jamás habría sido de las que se privaría de ninguna comida.
El aspecto del desayuno no era para nada apetitoso, pero como no sabían si lo que vendría después sería igual o peor, varias de ellas se esforzaron por comer algo a pesar de lo repugnante de la apariencia de la comida.
Gaby, resignada, se decidió a tomar un cuarto de pan que abrió por la mitad y le insertó una rebanada de mortadela, esperó pacientemente su turno y se sirvió media taza de aquel té, pero después del primer trago, prefirió dejarlo y limitarse únicamente al mendrugo, con el cual tuvo que hacer grandes esfuerzos para lograr tragarlo.
Lola y Fanny tuvieron un poco más de control que el resto y pudieron llegar a comer algo más de aquel desayuno, sin embargo, al poco rato, ambas se quejaban de un fuerte dolor de estómago.
Las mujeres, venciendo el asco inicial, se esforzaron por no averiguar la procedencia de las manchas que cubrían en varios lugares las frías bancas de piedra, arrimaron trapos y papeles y se hicieron sitio en medio de la inmundicia, tapándose a duras penas con la misma ropa que llevaban puesta, estirando las chompas o cubriéndose con las casacas y esforzándose por estirar las prendas lo más posible para abrigarse de alguna manera. Se acurrucaron formando un solo cuerpo a intentar de alguna manera descansar —aunque con las constantes interrupciones de los guardias— mientras las horas pasaban sin mayor novedad.
Como era de esperarse, con el paso de las horas, surgieron las necesidades naturales. Miraron a su alrededor y no encontraron un inodoro… aunque podía decirse que todo aquel lugar era uno: tenían que deambular con cuidado esquivando los orines y excrecencias de prisioneros anteriores que estaban desperdigados por todo el piso. A pesar de que el lugar era realmente insalubre y que hubieran preferido esperar, tuvieron que ceder paso a la necesidad y una de las veces que el guardia apareció en La Patilla a tomarles lista, las mujeres se arriesgaron a pedirle que les brindara algo de papel higiénico.
El hombre se disculpó amablemente explicándoles que a ellos no les daban ningún tipo provisión para los presos, pero las mujeres insistieron en su súplica, pidiéndole que por favor les consiguiera aunque fuera un poco, asegurándole que ellas verían la forma de devolverle el importe en cuanto tuvieran cómo.
El guardia se marchó sin prometer nada y una hora o tal vez dos horas más tarde, volvió con un rollo de papel higiénico que tenía bastante menos de la mitad. Ellas, sumamente agradecidas, le ofrecieron que cuando salieran de allí verían de hacerle llegar el dinero, pero el guardia se rehusó y en tono amable les explicó que era de su propio consumo.
Aquel era el primer gesto amable y desinteresado que veían en la institución.
continuará ...
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