continúa ...
El trayecto desde Los Maquis a Santiago que normalmente se podía hacer en poco menos de dos horas, esta vez demoró algo más, ya que los investigadores no conocían el camino y además, tuvieron que detenerse en Rengo a llenar gasolina.
Esta parada originó una interminable discusión entre ellos sobre quién pagaría la cuenta, debido a que los vales que tenían no les alcanzaban.
Gaby no pudo evitar una sonrisa de satisfacción cuando recordó que ellos acostumbraban quejarse de que la camioneta era muy gastadora y que, esta vez, serían los detectives los que tendrían que pagar la elevada cuenta de combustible, ya que el tanque estaba prácticamente vacío.
Poco después de reiniciar la marcha, la sub-comisario Correa y sus dos acompañantes, prendieron sus cigarrillos y continuaron con su animada conversación.
Gaby no pudo resistir más el asco y a pesar del frío que sentía, abrió por completo la ventana. El aire helado de la noche le ayudó un poco, la mantenía despierta y le daba la sensación de que no se contaminaba al tener que compartir el oxígeno con aquella gente, pero este pequeño alivio no le duró mucho tiempo, pues al poco rato, el investigador que estaba sentado a su lado le ordenó bruscamente que cerrara la ventana ya que tenía frío.
Para ellos que no fumaban y estaban acostumbrados al aire puro del campo, el humo que había en los autos no los dejaba respirar.
Mara, en otro de los vehículos, mantenía su vista fija en la ventana y tal como el camino que iban dejando atrás, ella veía pasar —como quién ve escenas de una película— las imágenes de todo lo que les había sucedido desde hacía unas horas, recordaba a los perritos, pensaba en todas las infamias de las que estaban siendo objeto y se imaginaba lo terrible que sería para su familia enterarse por las noticias, de todo este espectáculo. Sentía una tremenda soledad.
El sub-prefecto Bravo, por su parte, viajaba feliz haciendo de copiloto de otro de los autos, tenía un aire triunfal y se iba pavoneando con Ricardo por su supuesto éxito:
— Y… Ricardo… ¿Cómo la vez? ¿Qué te pareció todo? —Decía entre irónico y burlón— Aquí no hay nada que hacer, aquí lo que tú tienes que hacer es simplemente arreglar las cosas para que podamos de una vez solucionar el incidente, se termina y todo el mundo se va tranquilo a su casa… no pasó nada… de manera que no hay ni necesidad de involucrar al cónsul ni a nadie.
Ricardo le contestó que la cosa no era así y que definitivamente él sí tenía interés en comunicarse a la brevedad con su abogado y solicitar la presencia de su cónsul tal como lo respaldaban las leyes, tanto chilenas como todos los tratados internacionales, pero el sub-prefecto Bravo lo ignoró.
— No, mira… primero solucionemos el asunto y luego vamos a ver…
— Definitivamente NO, yo soy peruano y necesito contactarme con el cónsul peruano ¡a la brevedad!
— ¿Pero tú crees que sirva de algo? Los funcionarios peruanos nunca han hecho nada por sus connacionales…
Ricardo insistió para que a la brevedad le permitieran hacer la llamada telefónica a la que lo facultaba la ley.
— Ah, seguro que a tus amigos de Santiago… Bueno, ya vas a ver cuando lleguemos… —dijo el sub-prefecto Bravo aún en el mismo tono socarrón.
Beatriz se aferró más fuertemente del brazo de Ricardo y él la serenó diciéndole en voz muy bajita, tranquila.
A partir de este punto, Ricardo simplemente lo dejó perorar y el sub-prefecto Bravo, sintiéndose con ello más seguro de sí mismo, continuó con su incesante parrafada, haciéndole de rato en rato algunas preguntas sobre filosofía y religión, que Ricardo contestaba lacónicamente.
Lola, sentada al lado de ellos dos, ni siquiera prestaba atención a lo que el sub-prefecto decía, se hallaba profundamente sumida en pensamientos de angustia y frustración. Le molestaba terriblemente que no les hubieran permitido encargar a los perritos con algún vecino. ¡Qué sensación de impotencia! ¿Cómo podían defenderse de tanto atropello y violación a sus derechos?
La sub-comisario Correa y sus acompañantes empezaron a servirse animadamente unos sándwiches que llevaban con ellos —los que probablemente habían preparado en la casa de Los Maquis— y le ofrecieron uno a Gaby, pero ella se limitó a rechazarlo con un cortés no gracias, señora, y continuó mirando por la ventana.
Esto molestó mucho a la mujer, ya que le dijo dándose por muy ofendida:
— ¡Después no me vengas con que no fuimos amables contigo… son todos ustedes unos malagradecidos… quédate con hambre si así lo prefieres!
Durante toda la tarde en la casa, lo que más llamaba la atención era la falta de madurez de los detectives. Se veían como niños con juguetes peligrosos e investidos de una autoridad que los hacía más peligrosos aún y ahora, durante el largo trayecto hasta Santiago, la Policía de Investigaciones de la Brigada de Delitos Sexuales, se pasó comunicándose por las radios haciendo bromas, algunas bastante estúpidas, otras de doble sentido y otras abiertamente obscenas y hablando en un lenguaje sumamente grosero, tanto hombres como mujeres.
El viaje fue terriblemente desagradable y por si esto fuera poco, la famosa frase ¡…Y se murió! que repetían una y otra vez hasta la saciedad —¡realmente hasta la saciedad!— sumada a las estúpidas risas de ellos… ¡Se sentía todo tan fuera de contexto!, y lo monótono de la situación que se mantenía a todo lo largo del interminable viaje, lo hacía realmente torturante.
Mercedes no podía dejar de ver lo disparatado de todo este asunto. Los detectives riendo a carcajada limpia mientras ellos, a su lado, estaban sumergidos en el dolor, viviendo el peor drama de sus vidas. Le parecía todo increíblemente inhumano y cruel.
Gaby no pudo evitar una sonrisa de satisfacción cuando recordó que ellos acostumbraban quejarse de que la camioneta era muy gastadora y que, esta vez, serían los detectives los que tendrían que pagar la elevada cuenta de combustible, ya que el tanque estaba prácticamente vacío.
Poco después de reiniciar la marcha, la sub-comisario Correa y sus dos acompañantes, prendieron sus cigarrillos y continuaron con su animada conversación.
Gaby no pudo resistir más el asco y a pesar del frío que sentía, abrió por completo la ventana. El aire helado de la noche le ayudó un poco, la mantenía despierta y le daba la sensación de que no se contaminaba al tener que compartir el oxígeno con aquella gente, pero este pequeño alivio no le duró mucho tiempo, pues al poco rato, el investigador que estaba sentado a su lado le ordenó bruscamente que cerrara la ventana ya que tenía frío.
Para ellos que no fumaban y estaban acostumbrados al aire puro del campo, el humo que había en los autos no los dejaba respirar.
Mara, en otro de los vehículos, mantenía su vista fija en la ventana y tal como el camino que iban dejando atrás, ella veía pasar —como quién ve escenas de una película— las imágenes de todo lo que les había sucedido desde hacía unas horas, recordaba a los perritos, pensaba en todas las infamias de las que estaban siendo objeto y se imaginaba lo terrible que sería para su familia enterarse por las noticias, de todo este espectáculo. Sentía una tremenda soledad.
El sub-prefecto Bravo, por su parte, viajaba feliz haciendo de copiloto de otro de los autos, tenía un aire triunfal y se iba pavoneando con Ricardo por su supuesto éxito:
— Y… Ricardo… ¿Cómo la vez? ¿Qué te pareció todo? —Decía entre irónico y burlón— Aquí no hay nada que hacer, aquí lo que tú tienes que hacer es simplemente arreglar las cosas para que podamos de una vez solucionar el incidente, se termina y todo el mundo se va tranquilo a su casa… no pasó nada… de manera que no hay ni necesidad de involucrar al cónsul ni a nadie.
Ricardo le contestó que la cosa no era así y que definitivamente él sí tenía interés en comunicarse a la brevedad con su abogado y solicitar la presencia de su cónsul tal como lo respaldaban las leyes, tanto chilenas como todos los tratados internacionales, pero el sub-prefecto Bravo lo ignoró.
— No, mira… primero solucionemos el asunto y luego vamos a ver…
— Definitivamente NO, yo soy peruano y necesito contactarme con el cónsul peruano ¡a la brevedad!
— ¿Pero tú crees que sirva de algo? Los funcionarios peruanos nunca han hecho nada por sus connacionales…
Ricardo insistió para que a la brevedad le permitieran hacer la llamada telefónica a la que lo facultaba la ley.
— Ah, seguro que a tus amigos de Santiago… Bueno, ya vas a ver cuando lleguemos… —dijo el sub-prefecto Bravo aún en el mismo tono socarrón.
Beatriz se aferró más fuertemente del brazo de Ricardo y él la serenó diciéndole en voz muy bajita, tranquila.
A partir de este punto, Ricardo simplemente lo dejó perorar y el sub-prefecto Bravo, sintiéndose con ello más seguro de sí mismo, continuó con su incesante parrafada, haciéndole de rato en rato algunas preguntas sobre filosofía y religión, que Ricardo contestaba lacónicamente.
Lola, sentada al lado de ellos dos, ni siquiera prestaba atención a lo que el sub-prefecto decía, se hallaba profundamente sumida en pensamientos de angustia y frustración. Le molestaba terriblemente que no les hubieran permitido encargar a los perritos con algún vecino. ¡Qué sensación de impotencia! ¿Cómo podían defenderse de tanto atropello y violación a sus derechos?
La sub-comisario Correa y sus acompañantes empezaron a servirse animadamente unos sándwiches que llevaban con ellos —los que probablemente habían preparado en la casa de Los Maquis— y le ofrecieron uno a Gaby, pero ella se limitó a rechazarlo con un cortés no gracias, señora, y continuó mirando por la ventana.
Esto molestó mucho a la mujer, ya que le dijo dándose por muy ofendida:
— ¡Después no me vengas con que no fuimos amables contigo… son todos ustedes unos malagradecidos… quédate con hambre si así lo prefieres!
Durante toda la tarde en la casa, lo que más llamaba la atención era la falta de madurez de los detectives. Se veían como niños con juguetes peligrosos e investidos de una autoridad que los hacía más peligrosos aún y ahora, durante el largo trayecto hasta Santiago, la Policía de Investigaciones de la Brigada de Delitos Sexuales, se pasó comunicándose por las radios haciendo bromas, algunas bastante estúpidas, otras de doble sentido y otras abiertamente obscenas y hablando en un lenguaje sumamente grosero, tanto hombres como mujeres.
El viaje fue terriblemente desagradable y por si esto fuera poco, la famosa frase ¡…Y se murió! que repetían una y otra vez hasta la saciedad —¡realmente hasta la saciedad!— sumada a las estúpidas risas de ellos… ¡Se sentía todo tan fuera de contexto!, y lo monótono de la situación que se mantenía a todo lo largo del interminable viaje, lo hacía realmente torturante.
Mercedes no podía dejar de ver lo disparatado de todo este asunto. Los detectives riendo a carcajada limpia mientras ellos, a su lado, estaban sumergidos en el dolor, viviendo el peor drama de sus vidas. Le parecía todo increíblemente inhumano y cruel.
continuará ...
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